Empujó la
puerta con el codo, mirando con desdén el pestillo inmundo y reprimió una
arcada. Si pudiera elegir, no habría entrado nunca, en ninguna de sus vidas, a
ese lugar ni a ninguno parecido. Pero el que decidía no era él. Estaba siendo
empujado por el hambre de libertad de sus propias heces, que tienen mucho más
poder del que se les otorga habitualmente en el imaginario popular.
Piletas
oxidadas. Orina en el piso. Presencia fantasmagórica del jabón que alguna vez
estuvo allí. Todo parecía pronosticar lo peor. Abrió de una patada uno de los
compartimentos. Un wáter. Condones usados en el piso. Y ahí, un poco mojado
pero presente al fin, una de las alegrías más intensas de su existir, encarnada
en un rollo de papel higiénico.
Sentado en
el inodoro, podía sentir, erizado, cómo las bacterias subían por sus piernas y
su culo como hormigas. Trató de distraerse y notó que las paredes y la puerta
del cubículo tenían capas y capas de inscripciones, grafitis y leyendas
superpuestas, manifestaciones sociales valiosísimas, que cristalizan las
interacciones y conflictos sociales en un solo enunciado predominante: “BOLSO PUTO”.
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