lunes, 31 de marzo de 2014

baño público

Empujó la puerta con el codo, mirando con desdén el pestillo inmundo y reprimió una arcada. Si pudiera elegir, no habría entrado nunca, en ninguna de sus vidas, a ese lugar ni a ninguno parecido. Pero el que decidía no era él. Estaba siendo empujado por el hambre de libertad de sus propias heces, que tienen mucho más poder del que se les otorga habitualmente en el imaginario popular.

Piletas oxidadas. Orina en el piso. Presencia fantasmagórica del jabón que alguna vez estuvo allí. Todo parecía pronosticar lo peor. Abrió de una patada uno de los compartimentos. Un wáter. Condones usados en el piso. Y ahí, un poco mojado pero presente al fin, una de las alegrías más intensas de su existir, encarnada en un rollo de papel higiénico.

Sentado en el inodoro, podía sentir, erizado, cómo las bacterias subían por sus piernas y su culo como hormigas. Trató de distraerse y notó que las paredes y la puerta del cubículo tenían capas y capas de inscripciones, grafitis y leyendas superpuestas, manifestaciones sociales valiosísimas, que cristalizan las interacciones y conflictos sociales en un solo enunciado predominante: “BOLSO PUTO”.

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