Empiezo a escribir pensando que para qué me molesto;
si nunca voy a saber si lo que escribo lo escribo yo, o lo leí en un libro, o
lo vi en una película. Es difícil distinguir las ideas propias de las ajenas
una vez que se mezclan en la cabeza. Y aún así aunque no esté plagiando ninguna
obra, es seguro que estoy copiándole a decenas de personas. Si leo y escribo
palabras, lo que escriba siempre se va a parecer a lo que leo. Pero la hoja ya
está manchada y me urge contar la historia de Ortega.
Ortega siempre se sintió poca cosa. Recuerdo cuando se
sentaba en la esquina fría, lejos del calefactor y las carcajadas, y dibujaba
cubos sombreados en los márgenes del libro amarillo, mientras leía, ilegible,
atrapado en un perpetuo temblor apenas distinguible. Uno lo miraba desde el
barullo, desde los pupitres jocosos y calientes de los amigos que reían, y si
por arte del destino él levantaba la vista y las pupilas hacían contacto a
través del salón, en un momento uno comprendía cuánto sufrían los ojos
espejados de Ortega.
Pero eso no pasaba los días de lluvia. Esos días la maestra
golpeaba el candado, CLANG, contra las puertas corredizas del patio, y todos
quedábamos con los músculos doliendo de la ansiedad por correr y tropezar entre
los árboles o patear la pelota a la casa de al lado o jugar a la mancha.
Entonces Ortega, que nunca se unía a aquellos juegos eufóricos y se quedaba adentro
con su libro amarillo, se acercaba a la pequeña masa ruidosa de amigos y
contaba sus chistes, sonriente. Ahí no se veía su temblor, y sus ojos
coincidían por largos minutos con los de todos, y todos los veían opacos y
seguros. Se movía grácil con sus manos y sus labios, no ahorraba palabras ni
las usaba en exceso, y todas conducían perfectamente al desternillante final,
en que todos reíamos con él.
Cuando las risas comenzaban a amainar, siempre decía
con gran orgullo que él mismo había inventado el chiste; y ahí las risas
reflotaban con más fuerza aún porque todos sabíamos que era tremenda mentira;
porque habíamos escudriñado su libro amarillo en incontables ocasiones y
sabíamos que los chascarrillos que narraba estaban en él. Pero Ortega no se
daba cuenta que nos reíamos más de su robo que de su chiste y seguía sonriendo
orgulloso hasta que sonaba el timbre que culminaba el recreo, y ahí volvía,
tembloroso de la manera menos obvia, al rincón frío lejos del calefactor.