viernes, 11 de abril de 2014

mi perra y la menopausia

Su devoción por el piso de mármol gélido del baño, sumado a su total indiferencia hacia los sendos machos que caminaban por la cuadra a menudo y sus malhumorados ojos ciegos en la pared, sólo podían evidenciar una sola cosa: a mi perra le había venido la menopausia.

El perro, animal que el hombre ha vuelto doméstico para frotar las manos en su suave lomo, ha asimilado características humanas. Por ejemplo, el gusto por la comida fina y cara, los baños demasiado frecuentes y la comodidad de camas y sillones mullidos. Las costumbres humanas de los animales traen, sin dudas, consecuencias humanas.

Por eso era que mi mascota sufría en ese entonces, una nefasta consecuencia de haber sido domada por humanos. Yo sabía que cuando clavaba sus ojos en la pared pensaba en los hijos que no había podido tener, que sentía el dolor nostálgico de quien se ha vuelto obsoleto, que le dolía no poder volver atrás. Éstos son laberintos en los que le gusta perderse al ser humano, no sin un tinte de masoquismo. Laberintos en los que deambulaba mi perra, por haber pasado tanto tiempo entre personas. Es por eso que comencé a tomar medidas para que no se ahogara en su depresión ajena.

Lo primero que apareció en mi mente fue llevarla a un centro estético. Pensé que la ayudaría a sentirse mejor el embellecerse, o mejor dicho, pensarse bella (porque “aunque la mona se vista de seda, mona queda”). Por lo menos eso es lo que hacen las mujeres cuando se sienten mal. Se sienten mejor al embadurnarse con cremas y maquillaje. Incluso debe haber una relación proporcional entre la cantidad de quilos de cosméticos y la mejora del ánimo. Pero no funcionó con mi perra. El resultado fue: una perra ridículamente pintada y decorada cual arbolito de navidad, y una sensible disminución del grosor de mi billetera. Quizás hubiera sido más efectiva la cirugía estética y las tetas de silicona, pero siempre le tuve miedo a las operaciones, por lo que rechacé esa posibilidad.

En mi segundo intento de ayudar a mi mascota le compré unos libros de auto-ayuda. Me pareció una buena idea, por su bajo precio y abundancia en ferias y almacenes. Además, siempre los vi en la mesita de luz de mi abuela. Obviamente pedí la opinión del veterinario, y ante su respuesta rotundamente negativa, procedí a buscar la manera de que mi perro leyera los libros. Los coloqué abiertos delante de la comida del can, de forma tal que, cuando se dispuso a alimentarse, no pudo hacer otra cosa que leerlos mientras comía, con sumo interés y voracidad. Voracidad, porque muchos de los libros acompañaron a las grageas en su viaje hacia el estómago. A pesar de los obvios efectos secundarios como indigestión y diarrea, el resultado fue medianamente bueno: el ánimo del animal mejoró bastante. Pero sólo unos días después, volvía a caer en su melancolía menopáusica.

Sin saber cómo actuar, para dónde agarrar, ni qué (mierda) hacer, me senté en el sillón un rato, observándola. Tirada, aplastada contra el piso por la tristeza, yacía “el bicho”. Y cada tanto se retorcía y trataba de levantarse. Pero volvía a caer. Respiraba muy lento, los ojos semi-cerrados, el hocico muerto, la lengua para afuera, jadeante. No estaba durmiendo, eso era lo preocupante: estaba despierta, sufriendo. Lo que dormía era su vitalidad, su energía, su felicidad. Y yo, ahí echado, como ella, de brazos cruzados en un sillón. “Qué buen dueño”.

En este cuento la tercera no es la vencida. No hay tercera. Y no lo habría sido, aunque hubiese existido un tercer intento de mi parte, por ayudar a mi mascota. Un buen día, al despertarme, no la vi imantada al suelo, como siempre. No la vi, tampoco, hecha un rollo en el sofá. No la vi hasta llegar al hall de entrada. Allí sí estaba. La correa tensa, enganchada al perchero con mis camperas. La correa atada al collar metálico de mi mascota. El collar alrededor del cuello de la perra, tenso. Y mi perra en el aire. Con la lengua fuera, como siempre.

sábado, 5 de abril de 2014

dos bolsas

“¿Dos bolsas?”
El tipo duro quemado de rayos estivales rebotados en chapa hace la pregunta. El joven para de inmediato y se da vuelta para mirar.
“¿Dos?”
El tipo duro salta de la caja de la camioneta oxidada que lleva y trae casas hechas puzzle. Sus zapatos son demasiado amarillos y tienen suelas gruesas de martillo y las puntas durísimas, quizás para dar puntapiés.
“Vení”
La voz del tipo suena cansada y tiene gusto a mate. El joven carga dos bolsas apiladas con los brazos en ángulo recto y la espalda como el campanero de Notre Dame.
“¿Sí?”
El joven sube las cejas con cara de ni-idea. Sus alpargatas alguna vez fueron blancas.
El tipo se acerca y transgrede sólo un par de milímetros la burbuja virtual del espacio personal del joven. Con eso basta.
“Hemos luchado incansablemente…”
Lo dice y se saca el casco demasiado amarillo.
Las suelas gruesas son para pisar clavos.
De adentro del casco saca un paquetito de tabaco Cerrito con gusto a lentejas. Vuelve el sombrero rígido a su cabeza.
“…para bajar el peso de la bolsa de portland. Antes la bolsa de portland pesaba 50 quilos. ¿Sabés cuánto es eso? Lo que tenés en los brazos”.
Tomó un montoncito de tabaco rubio y lo esparció a lo largo de la hojilla amarillenta. El viento se llevó algunas hebras. Las bolsas del joven y la hojilla del tipo temblaban un poco.
El campanero de Notre Dame tiene una joroba.
“Gracias a la lucha de los compañeros, las bolsas ahora son de 25 quilos”.
Dicen que el tabaco viejo tiene gusto a lentejas.
Una gota saltó de la frente del joven.
 “¿Y vos querés volver atrás?”
Paseó la lengua por el papelito y lo enrolló y se puso el cigarrillo en los labios y dejó caer su mano pesada de sindicato sobre las bolsas del joven.
Las bolsas caen sobre los pies del joven y le inyectan sangre debajo de las uñas.
 “¡Las bolsas de a una, carajo!”
Prendió el cigarro entre índice y pulgar con el rostro contraído de tipo duro.
“Te viá’ pegar en la boca…” murmuró con los labios casi pegados cuando se iba.
Las puntas duras de los zapatos amarillos son para prevenir uñas negras.